Desconfiar de verdades “masticadas”
Cuando era
chico, los libros que hablaban del Sistema Solar incluían a Plutón como un
planeta más. Nadie parecía ponerlo en duda. Años después, con asombro, comprobé
que ya no era considerado un planeta, y que lo quitaron de los mapas
espaciales. Evidencias que de pronto, no son tan evidentes.
Aún hoy hay quienes
sostienen que la Tierra no es una esfera sino un disco. Y son científicos… En ciertos asuntos al ser humano promedio se
le suele entregar una verdad “masticada” y cómo pocos la cuestionan, queda allí,
vigente por años y años… Hasta que llega una nueva camada de especialistas y
pone en jaque la evidencia anterior. Son apenas un par de ejemplos. Lo que hoy
la ciencia señala como verdad absoluta, mañana puede no serlo.
Desde hace
unas décadas, ganaron popularidad teorías que afirman que el hombre desciende
del mono, que todos los seres vivos nacieron de una célula, que el Universo
empezó con una gran explosión y que la vida se formó por azar. Esto no ha sido demostrado
jamás, pero así y todo, se enseña en colegios y se divulga en diferentes
ámbitos, haciendo que chicos y grandes vayan
por la vida con la idea de que, efectivamente, todo es cierto.
Son comunes
los dibujos y videos, donde se ve a un mono que de a poco se yergue hasta
convertirse en hombre. En lo personal, así como a mucha gente, me resultaba más
cómodo creer que ese fue el origen de la raza humana. Sin embargo, hoy sé que son
todas hipótesis, cuestionadas y refutadas dentro de la misma comunidad
científica.
El hombre falla.
Por más inteligente o instruido que sea, ¿cómo podrá evitar equivocarse? Por
eso, en vez de teorías humanas, hoy elijo confiar en el Creador que todo diseñó
con infinita sabiduría. Desde luego, no hay evidencia científica de ello. Pero
si la hubiera, qué fácil sería creer. Lo realmente maravilloso, y lo que Dios
mismo nos pide, es hacerlo por la fe. No una fe ciega, sino fundamentada, en mi
caso, por los hechos concretos que viví desde que lo dejé entrar a mi corazón.
Un sustento
bíblico:
“He aquí, yo
estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él,
y cenaré con él, y él conmigo”. (Apocalipsis 3:20).