Un joven de 13 años le contaba a un compañero
de escuela que nunca fumaría. Su padre era fumador y él no soportaba el humo
del tabaco. El joven sabía lo mal que hacía el cigarrillo. Pero a los 17 años,
aquel chico se había convertido en fumador, al igual que el padre. Es que
cuando comenzó a salir de noche, las influencias quebraron sus convicciones. La
importancia que le daba a mantenerse sano, perdió la batalla frente a al vicio
y al bienestar que le producía el hecho de sentir que gracias a fumar, subía de
nivel entre los chicos de su edad.
Así funciona la conducta humana ante tantas
situaciones. Hasta cierto punto, nos mantenemos al margen de lo que sabemos que
está mal. Pero una vez que transgredimos una norma y vemos que aparentemente no
nos pasa nada malo, le tomamos el gustito y seguimos haciéndolo sin
remordimiento. En cierto momento, nos acostumbramos tanto que ya no lo vemos
cómo algo negativo. Y si nos señalan el error, decimos que el equivocado es el
que intenta corregirnos.
El pecado, de tan instalado que está, pasa por
la vida de las personas con la apariencia de ser algo natural. Cuando la gente
lo practica, tiene la sensación de que “no pasa
nada”. Entretanto, los que procuran no involucrarse en el pecado, son
vistos como fanáticos, culposos, débiles y quién sabe cuántos adjetivos más.
Sin embargo, llegará el día en que deberemos presentarnos ante Dios, que nos
pedirá cuentas de lo que hemos hecho. De no poner nuestros asuntos en orden con
el Creador, ese día Él deberá decirnos cuál es el precio de la desobediencia. Así
como el cuerpo, quizás, en algún momento también le pase la factura al fumador
que, sabiendo el riesgo que su actividad implicaba para su salud, no quiso
dejarla de lado.
Un sustento bíblico:
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