Ricardo Galván estaba por cumplir 88 años. Su hija Ana lo sucede en la tarea que cumplió durante 60...
Conocía la zona de Tribunales como la palma de su mano. Todos los días -con excepción de que las inclemencias del tiempo se lo impidieran- transitaba esas arterias tan emparentadas con el mundillo judicial: Lavalle, Tucumán, Uruguay, Viamonte... Tenía clientes muy antiguos en los estudios de abogados y hasta en lugares tan pomposos como la Asociación del Fútbol Argentino.
Ricardo Galván era rosarino. A los 18 años, viajó en tren a Buenos Aires y ya no se movió de la Capital Federal. Había venido a probar suerte, a ver si conseguía un buen trabajo, a tratar de sacar en suelo porteño ese mango que en su ciudad, tenía la impresión de que no le alcanzaría.
Y parece que le fue bien nomás. Primero se las ingenió para ponerse un puesto de verdulero en la estación Retiro. Después consiguió trabajo en una cervecería. Pero cuando tenía 25 años perdió el empleo. En aquellos orígenes en nuestra ciudad, con lo que ganaba, alquilaba una pieza de hotel en La Boca. Más adelante, terminaría comprándose una casa en La Paternal, el barrio en el cual vivió hasta su partida.
¿Cómo lo hizo? Trabajando. Simplemente trabajando, en épocas donde hasta el laburante más humilde tenía esperanzas de pagarse su propio techo si no le escapaba al esfuerzo. Ricardo fue uno de esos: le fue bien, pero nadie le regaló nada.
Fueron años de patear y patear por calles y veredas, cargando termos en un changuito cuyas ruedas habrán atravesado esas baldosas tantas veces que ya no se podrían contar.
Al quedarse sin su empleo, vio una oportunidad que le cambiaría la vida: la venta ambulante de café. Un colega le sugirió que trabajara a comisión y así lo hizo. Se apersonó en un local de Tacuarí al 600 y le dieron los termos. Más adelante se independizó. Como el negocio era próspero, en un momento se pasó del otro lado del mostrador, siendo él quien le daba a otros cafeteros los elementos para salir al ruedo.
Sin embargo, nunca dejó el changuito por mucho tiempo. En una de sus tantas tardes por la zona de Tribunales, se reencontró con un viejo conocido: César Luis Menotti. Habían sido vecinos en Rosario. Las cosas habían cambiado para los dos. Ricardo dentro de todo le peleaba, pero al Flaco si que le había ido bárbaro. Aquel chico que prometía en las inferiores de su querido Central, hizo carrera y acababa de transformarse nada menos que en el técnico que llevó a la Selección Nacional a ganar su primer título mundial. Pese a que en aquellos meses de 1978, el Flaco estaba en la cresta de la ola, cuando reconoció a su viejo vecino no le dio vuelta la cara. Rato después, ingresó al edificio de la AFA (Viamonte entre Talcahuano y Uruguay) y gracias a una gestión express, Ricardo pasó a ser el cafetero oficial de ese coloso de siete pisos donde todavía Julio Grondona no había llegado al sillón presidencial (lo haría un año más tarde).
En la Asociación consiguió más clientela. Su trabajo se incrementó y unos años más adelante, pudo comprarse la casita. Además, ya tenía dos hijas... Pero nunca olvidó sus clientes del barrio.
En efecto, el paso de las décadas lo encontró ligado al mismo modus operandi: la llegada al Centro en colectivo, el café, el té y el mate cocido recién preparado; los termos listos; la adquisición de las facturas a precio “de amigo” en una panadería de la zona... Y a caminar.
Más de 85 años tenía y seguía moviéndose con ponderable vitalidad. Sin embargo, un día la salud le dijo basta. La motricidad en la piernas empezó a fallar y los problemas respiratorios, lo condujeron a tener que soportar más de una internación.
Era momento de entregarle la posta a Ana, una de sus hijas. Con la anuencia de los clientes de su papá, ella se convirtió en la heredera.
Ricardo la acompañó en algunas recorridas mientras pudo, sobre todo para salir un poco de casa -no le gustaba quedarse en cama- y visitar a los amigos, porque a veces el café era la excusa ideal para prenderse en largas disquisiciones: el fútbol, la política, el país... Charlas que en definitiva, lo hacían sentir vivo.
La última internación, no consiguió superarla. A principio de septiembre, sus hijas recibieron un llamado del hospital, para comunicarles que se había descompuesto. Cuando llegaron, ya había fallecido. Se abrazaron y lloraron juntas. Enseguida llegó el nieto de Ricardo (sobrino de Ana). Ellos tres, eran toda su familia.
Cuando un par de semanas han transcurrido, Ana confiesa que sigue dolorida. Pero sabe que hay que seguir... Ahora con más razón, ya que los gastos del servicio fúnebre no estaban previstos y tampoco fueron baratos. Por eso, ella redobla esfuerzos para juntar el mango y devolver lo que manos solidarias no dudaron en prestar.
Hoy, como hacía su papá, si las circunstancias así lo permiten, Ana emprende cotidianamente el viaje desde La Paternal a Tribunales. Y en cada oficina, en cada negocio, espera que la pregunta que tímidamente susurra (“¿un cafecito, una factura?”) tenga una respuesta positiva.
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