Pareciera que para las personas es más fácil
recibir que dar. Nos gusta cuando nos dan algo pero nos cuesta tener que
hacerlo nosotros. Esto, que no tiene que ver con la edad, se puede comprobar si
un niño se niega a prestar su juguete y los útiles de la escuela, o si un
adulto se muestra reacio a compartir parte de su tiempo. Y, por supuesto, el
dinero es lo que más tendemos a retener.
Crecimos con la idea de juntar, de acopiar, de
guardar… Eso lo hacemos naturalmente pero el día que tenemos que desprendernos de ciertas cosas, por
lo general, lo realizamos con esfuerzo, lo vemos como un sacrificio. Lo extraño
es que mucha gente afirma que cuando le ha tocado dar, ha sentido una gran
satisfacción. Una vez que dejamos de lado el egoísmo para brindar un servicio a
quien necesita ayuda, nos invade un bienestar que no tiene semejanza a cuando
nos empeñamos en acumular. Un buen ejemplo está en aquellos que han declarado
lo bien se sienten cuando, cediendo parte de un tiempo y/o dinero que podrían
usar para sí mismos, salen a recorrer las calles para darles comida, abrigo y afecto
a los que viven a la intemperie.
Dios nos anima a que tengamos este tipo de
iniciativas. Él afirma que somos más bienaventurados al dar que al recibir
(Hechos 20:35). El Señor premia al generoso y ama al que da con alegría (2
Corintios 9:7). En cambio nuestro Creador no mira con buenos ojos al que solo
piensa en sí mismo. En esto Yeshúa (Jesús) también debe ser el modelo. Él era la
contracara del egoísmo humano: vivió para servir y murió voluntariamente para
que tuviéramos vida eterna. No deseaba nada para beneficio personal. Lo que
hizo a favor del ser humano, fue sin esperar nada a cambio y por un amor al
prójimo que para nosotros, implica estarle agradecido por toda la eternidad.
Un sustento bíblico:
El que es generoso prospera; el que reanima será reanimado. Proverbios 11:25.
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