El periodista de Olé Santiago Capriata jugó al fútbol y fue dirigido por Carlos Ballesteros, quien falleciera hace pocos días. Este es el emotivo homenaje que redactó y que también figura en la cuenta de facebook del director técnico.
Un hospital, una terapia intensiva, unas camas, un par de tubos de oxígeno, unas miles de sondas, un millón de lágrimas, él y yo: “Gracias por haberme enseñado lo que es una pelota".
El día que vi por primera vez a Carlos Gabriel Ballesteros supe que era un león. Pero un león atípico: él, a diferencia de los otros, no tenía una melena rubia, pomposa, bellísima, sino una melena negra con cientos y cientos de pelos enrulados que le caían sobre la espalda. Yo había cumplido 6 años. El no superaba los 30.
“¿Cómo te llamás, enano?”, me preguntó.
“Santiago”, le respondí con la voz más finita que tenía.
Fue nuestro primer diálogo con palabras. Después, minutos después, me di cuenta de que a partir de allí nos íbamos a comunicar con gestos: en la cancha de El Talar, uno de los clubes del barrio, me pasó, por primera vez y bien despacito, algo llamado pelota para que pudiera patearlo. Cuando lo hice, reventé el travesaño. Su cara se transformó al instante. No sé si fue por susto o por sorpresa, pero a la mañana siguiente estuve vestido de jugador de fútbol. Con un pantalón que acariciaba el piso, salí a disputar el partido que más tarde ganaríamos 2-0. Al final de la jornada, cuando ya no quedaba ningún chico en el vestuario, se acercó y me chocó los cinco.
En esa explosión de manos comenzó todo. Porque luego de eso, la categoría 93 en la que yo entrenaba y él dirigía salió campeón de ligas, copas, copas de copas y hasta torneos de verano. Nos apodaron “Los Leoncitos”. Madres, padres, tíos, abuelos iban en caravana a vernos jugar. A nosotros, pero también a él, porque Carlos Gabriel Ballesteros no necesitaba dirigir al Barcelona para que radios y revistas lo entrevistaran. Le bastaba con darles indicaciones a esos ocho chiquilines que despedazaban a equipos como Parque, el club más temido, con resultados de 7-1.
Los jugadores rivales, con nosotros, siempre salían llorando. Y los padres rivales, con nosotros, siempre salían aplaudiendo. A Carlos Gabriel Ballesteros se le encendían los ojos.
Mi memoria se acuerda, todavía, el día de las disculpas. Era una final. Empatábamos 1-1. Faltaban cinco minutos para los penales. Hubo un grito que rebotó más fuerte que los demás: “Cambio, juez”. Y el cambio fue por mí. Al entrenamiento siguiente de perder aquel partido en la última jugada, Carlos Gabriel Ballesteros reunió a todo nuestro equipo y reconoció, según él, que “se había equivocado” al sacarme. Lo dijo con la tristeza de un novio al descubierto, sólo que él no era un novio. Él era un director técnico que le pedía perdón a un nene de 7 años.
Los goles, los abrazos y las sonrisas continuaron muchos campeonatos más, hasta la noche en la que tuvimos, él y yo, nuestro primer cruce. Estábamos entrenando, veníamos de perder un par de encuentros decisivos, y a mis pies se les dieron por amasar la pelota contra el suelo cerca de un lateral. Carlos Gabriel Ballesteros, ubicado a centímetros de la jugada, me dijo una verdad que recién iba a certificar años después: “Largala, la pisás como el orto”. Mi respuesta fue gráfica y a la vez hablada: primero, mirándolo a él, me sujeté bien fuerte los genitales. Y después, también mirándolo a él, lo invité a que “me chupara un huevo”.
Ahora no recuerdo si me echó del entrenamiento o no, pero lo más probable es que sí.
Cuestión, que luego de aquel cortocircuito, El Talar perdió el encanto y me fui a probar suerte a cancha de 11. Platense, All Boys, Vélez y Comunicaciones fueron los clubes por los que anduve durante varias temporadas. Todos, después de un tiempo, me ofrecieron un papel con dos palabras y doce letras: “Jugador LIBRE”. O sea, “el fútbol no es lo tuyo, pibe”.
De esta forma, a los 17 años, comprendí que Carlos Gabriel Ballesteros tenía razón. Entonces, lo busqué. Él estaba en un club llamado Arquitectura, que nada tenía que ver con planos y con maquetas. En aquella institución se podía jugar al fútbol, y se podía jugar cancha de 11. "Maravilloso", pensé.
Cuando lo vi por primera vez por segunda vez, nos abrazamos muy fuerte y mucho.
“Quedate, obvio. Pero vas a tener que ganarte el puesto”, me aseguró.
No me dijo que ganarme el puesto iba a costarme, en realidad, dos entrenamientos.
Repitiendo lo de El Talar, salimos campeones una y otra vez. Habíamos alcanzado el vigesimonoveno campeonato juntos cuando la enfermedad metió su primer gol. “Cáncer”, dijeron los médicos. Y así comenzó la goleada.
No obstante, la goleada no sabía a quién se enfrentaba.
Carlos Gabriel Ballesteros, mi entrenador elegido, mi maestro de siempre, mi guerrero preferido, estuvo más de cinco años con la muerte encima. Soportó alrededor de cuarenta sesiones de quimioterapia, y nunca dejó de pensar en nosotros, sus jugadores: desde el hospital, con mil agujas clavadas en el cuerpo, él nos anunciaba el equipo a través de su celular. Pero los días de partido, siempre ocurría lo mismo: él aparecía por la cancha, nos confesaba que se había escapado del sanatorio, que lo habían perseguido los médicos, y que “ni en pedo vuelvo a ese lugar de mierda”. Así, ratos después, se colocaba detrás de la línea de cal y gritaba como si fuera un rinoceronte. No lo paraba ni el calor más sofocante ni el frío más helado.
Hace algunas semanas, a Carlos Gabriel Ballesteros lo fui a visitar a la casa. Postrado en una silla de ruedas, tenía la vista debilitada y se había propuesto alcanzar una nueva meta: mover, aunque sea y muy despacito, los dedos de los pies. A pesar de la penosa situación, a él lo noté animado.
Pero ayer sonó el celular. Era Valeria, su mujer: “Carlos está muy grave”.
En minutos, todo el plantel de Arquitectura se trasladó al hospital Tornú, donde él estaba internado. Las horas duraron siglos. Sin embargo, a eso de las 19, los doctores anunciaron:
“Vamos a operarlo. Hay un 99% de posibilidades de que muera durante la cirugía”.
Para Carlos Gabriel Ballesteros, ese 1% no era un milagro. Él era un milagro. Por eso no sólo salió vivo de la operación, sino que después le ganó a dos paros cardíacos que quisieron sacarle la noche. Eso sí que no: ni siquiera la muerte pudo arrebatarle el último sueño.
Hoy a la mañana, Carlos Gabriel Ballesteros se nos fue a todos. A la familia y a nosotros.
Meses atrás había dirigido su último encuentro. Yo, ese mismo día, volvía de una lesión. Fui al banco. Me puso a los 25 minutos del segundo tiempo. Ganábamos 1-0. Cuando entré, comencé a dormir el partido aguantando la pelota, protegiéndola, ganando faltas en mitad de cancha. A Carlos Gabriel Ballesteros jamás le gustó escatimar. Por eso, la indicación que me dio esa tarde fue la siguiente: “Santi, para adelante. Vamos. Siempre para adelante”. Me sugirió eso desde que ingresé hasta que el árbitro pitó el final. Me taladró el cerebro. Por dentro, lo re cagué a puteadas. Por fuera, ya con la victoria metida en nuestros botines, le dije que estaba equivocado, que a veces es conveniente la pausa.
Hoy descubrí, otra vez, que Carlos Gabriel Ballesteros tenía razón.
Aquel día no me había dado la última indicación de su vida.
Me había dado, para siempre, una lección de vida.
"Para adelante, Santi. Siempre para adelante".
1 comentario:
no conozco a ninguno de los protagonistas de esta nota, pero está tan bien escrita, con tanta admiración, respeto y amor, que no pude dejar de emocionarme. nada, simplemente quería comentar eso.
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