A Pablo Wildau ahora también se le da por escribir otras cosas, más allá de lo que sucede en nuestra actividad. Y como es el director, no nos queda
alternativa que publicárselas...
YO TRABAJÉ EN "LA CASTELLANA"
La Castellana es una de las rotiserías/fábrica de pastas más
reconocidas de la Capital. Su reputación y trayectoria, la ha conducido,
incluso, a figurar en revistas y portales especializados en
gastronomía.
Su dueño, José Lavandeira, más de una vez está en la caja, atendiendo
en persona a pesar de que gran cantidad de empleados trabajan en el
negocio inaugurado hace más de 70 años (abrió en 1942, aunque él compró
el fondo de comercio en 1968).
En una de las tantas ocasiones que nos encontramos, en el marco de
esa relación comerciante-cliente, le dije: “Vos seguro que no te
acordás, pero yo trabajé acá”. El natural de La Coruña, España, me miró
embelesado. Se quedó un segundo en silencio; después bajó la mirada
hacia la caja registradora para darle el vuelto a una señora. Cuando se
reanudó la charla volvió a mirarme, como quien dice: “Puede ser, trabajó
tanta gente acá adentro”. Pero sólo contestó: “La verdad que no me
acuerdo”.
Y era lógico que no lo recordara, pues ocurrió hace más de 20 años. Y
en La Castellana sólo trabajé… un día. O, mejor dicho ¡medio día!
Seguramente, todo un récord. José no es de risa fácil. Pero no pudo
evitar que en su rostro se dibujara un gesto espontáneo, de esos que se
producen al escuchar un buen chiste. Nuevamente me miró asombrado. Pero
allí terminó la conversación. Sé que quizás hubiera querido que le
contara acerca de aquella experiencia. Pero ni él -que debía
concentrarse en la atención al público- ni yo, por falta de tiempo,
estábamos en condiciones de estirar la conversación.
No pude decirle, entonces, que eso sucedió cuando yo tenía 15 años. Que fue en un verano, en enero precisamente.
Una noche calurosa, mi papá, vecino y comerciante del barrio, llegó
con la noticia: “Te conseguí un trabajo. De 9 a 1 de la tarde”. El tenía
su negocio de ropa frente a La Castellana. Las Pilchas de Pablo, era su
nombre. “El Gallego dijo que si querés, podés empezar mañana”, comentó.
Me provocó sorpresa la novedad. Pero la vi con agrado. La expectativa
por ganarme unos pesos en el receso escolar, fue superior a los síntomas
de pereza que amagaban con presentar oposición. Probablemente, yo ya
le había hablado al viejo sobre la intención de conseguir alguna changa,
pero no creí que fuera tan rápido.
De todas maneras a la mañana siguiente me apersoné en La Castellana.
Es ahí donde las imágenes se vuelven difusas y reconstruir aquella
jornada laboral se dificulta. Sin embargo, algunos datos concretos
están claros en mi memoria. Por ejemplo, que de inmediato me invitaron a
pasar, literalmente, a la cocina del lugar (no recuerdo quién, pero es
factible que haya sido el propio José). Me entregaron un guardapolvo
blanco que alguna vez había tenido cierre relámpago, aunque el cierre ya
no estaba, por lo tanto, debí dejarlo abierto.
Enseguida empezó el show: el hombre que mandaba en la trastienda me
puso a lavar unas ollas gigantescas, totalmente engrasadas. Creo que en
mi casa, alguna vez había lavado un plato o un vaso. Por eso,
encontrarme con esos tachos y la difícil misión de que quedaran
impecables, resultó un golpe duro de asimilar. Pero al no haber otra
alternativa, virulana en mano, emprendí la tarea. No sé cuánto tiempo
habré tardado en finalizar con la primera olla. De lo que estoy seguro,
es que el esfuerzo que había que hacer para lidiar con ella y la mugre
acumulada, me llevó a replantearme si había hecho bien en presentarme
aquel día. Cuando al fin concluí con la primera e iba por la segunda, la
pregunta comenzó a repiquetear en mi cabeza con una frecuencia de no
más de un minuto: “¿Qué estoy haciendo acá?”.
A mi alrededor, los empleados iban, venían, charlaban… Para ellos,
era un día más. Ensimismado en la limpieza, mientras yo me deslomaba y
la virulana hacía ese ruido desgarrador contra el metal, sentía que sus
miradas se clavaban en mí. Y trataba de adivinar sus murmuraciones.
“Mirá lo que está haciendo el pibe, le tuvimos que dar laburo porque el
dueño le quiso hacer un favor al padre”, imaginaba que decían. Quizás no
era tan así, pero que mi lucha contra las ollas grasientas despertaba
sonrisas entre mis “colegas”, lo doy por hecho.
Cumplida la primera parte del trabajo, no tengo claro en qué es lo
que tuve que poner manos a la obra. En algún momento, creo recordar, me
alcanzaron un lampazo para pasarle al piso de la cocina. De reojo, yo no
cesaba de mirar un reloj redondo de pared. El tiempo no pasaba más… Por
otra parte, el intenso calor no ayudaba para nada…
La próxima tarea fue la de acomodar una gran cantidad de pollos en
una heladera industrial con forma de alacena que estaba a ras del suelo,
labor para la cual debí llevar a cabo otro esfuerzo físico importante.
Pero lo más difícil era ubicar los pollos, de manera que no cayeran en
unos enormes tachos de tuco que estaban en el mismo sitio. Cuando me di
cuenta, ya era tarde. Supe que no lo había hecho del todo bien, cuando
uno de mis “superiores”, sacó un pollo embadurnado en salsa y,
mascullando bronca, le susurró a un compañero lo que acacaba de suceder.
A mí, eso sí, nadie jamás me reprochó nada. Y yo siempre lo valoré…
Se acercaba el mediodía. Alguien en la cocina tenía dolor de muelas.
¿A quién mandaron a la farmacia de la otra cuadra a comprar un remedio?
Al pibe… Pero a esa altura, salir a la calle luego de lo vivido,
significó en lo personal una alegría difícil de describir con palabras.
En los cien metros que recorrí hasta la farmacia, me sentí libre.
Disfruté de la breve caminata bajo el sol impiadoso de enero, como nunca
antes. Aunque lo que más gocé, fue que al regresar, José (¿fue él o un
empleado?) me dijo: “Bueno, por hoy ya está. Podés irte”.
A la mañana siguiente, regresé… para presentar mi renuncia. Le
agradecí al dueño la oportunidad que me había dado pero le expliqué que
“no era lo mío”. José lo entendió y quizás hasta haya sentido alivio
porque fui yo el que dio un paso al costado, librándolo a él de tener
que echarme. Y sin que mediara solicitud alguna, extrajo de la caja un
billete de cinco mil pesos, abonándome mi media jornada laboral. Fue
algo que no esperaba. Ignoro qué se podía comprar con esa plata en ese
entonces, pero a mí me pareció poco menos que una fortuna.
Parado delante de la caja registradora (aunque tal vez ahora sea
otra), el Gallego continúa en la actualidad al pie del cañón. Aquel
sábado, al volver a cruzarme con él como cliente, tuve la intención de
relatarle la anécdota. Las circunstancias no me lo permitieron. Pero
antes de que me diera el ticket para retirar el pedido, le advertí: “Ya
te vas a enterar por escrito”.
Pero quedate tranquilo José: esta no es una carta documento.
Pablo Wildau
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