PERMÍTANME ESTA LICENCIA
Desde su metro ochenta, contempló el panorama en silencio. Sintió como toda la gente les clavaba la mirada. Sus ojos marrones brillaron cuando la vio ingresar a ella, que arrastraba la cola de su impecable vestido blanco por el césped del parque. Con mansedumbre, escuchó los consejos del pastor local; y de inmensa alegría se llenó cuando tomó la palabra el pastor de su ciudad, quien había viajado especialmente para el evento. “A este nene lo vi dar sus primeros pasos y hoy ya se casa”, dijo Ricardo, entre otras cosas que le martillaron el corazón.
“Y ahora sí, pueden besarse” concluyó el querido pastor, luego de 20 minutos de emotiva ceremonia. Entonces, una y otra vez, y ante el pedido de los numerosos fotógrafos (en realidad, la mayoría era invitados con sus teléfonos celulares), posó sus labios sobre los de ella. Escuchó los alaridos de júbilo, los aplausos y tímidamente, sonrió.
En una ráfaga, repasó en forma mental los pasos que lo condujeron hasta el sublime momento: el viaje de Buenos Aires a Río Negro, cuando aún usaba pañales; la niñez rodeada del afecto de padres, hermana, abuelos y aquellos amigos que todavía hoy perduran… La adolescencia feliz aunque difícil, en una etapa de rebeldía feroz. El colegio. El primer trabajo de los buenos, el que le permitió hacerse de los primeros pesos y colaborar con una familia sumergida en el esfuerzo, donde nunca faltó la plata, pero tampoco sobró. Por último, el haber conocido a esa rubiecita de Lobería: el flechazo mutuo en Mar del Plata, las interminables recorridas entre General Roca y la ciudad de su novia; el noviazgo corto, la decisión de casarse y finalmente, de irse a vivir juntos a muchos kilómetros del hogar paterno.
El ritmo de los festejos de pronto lo apartó de esos recuerdos. Ahora comenzaba otro interminable desfile: el de los invitados que posaban junto al flamante matrimonio ante el fotógrafo oficial. A medida que poses, saludos y felicitaciones se acumulaban, mientras colocaba la sonrisa en piloto automático, él volvió a zambullirse en sus pensamientos: recordó todo lo que trabajaron para que la fiesta saliera tal como lo habían imaginado. ¿Wedding planner? Nada de esos inventos modernos (para los que no lo saben, son las personas que te organizan el casamiento a cambio de un suculento desembolso, y encima con nombre inglés). En este caso la organización, la decoración… todo corrió por cuenta de la pareja, con apoyo de parientes y amigos. Pero de la pareja al fin… Y la cosa estaba saliendo diez puntos en aquel paraje rural distante a 15 kilómetros de Necochea. Una estancia de ensueño en medio de la nada, y al mismo tiempo, muy cercana a la emoción colectiva irradiada por esas 150 personas que, consultando mapas y gepe-éses, lograron acceder a ella en esa calurosa mañana de sábado.
En el salón, los comensales disfrutaron del asado bien servido y regado. El flamante esposo se sentó, como corresponde, al lado de su mujer. Desde una ubicación privilegiada observó lo que sucedía en cada mesa. Vio como Débora, su hermana, andaba de acá para allá, tan feliz como si el casamiento fuera propio; cómo Susana, su mamá, sufriendo como siempre las altas temperaturas, se abanicaba con el objetivo de combatir el calor reinante, y de camuflar sus ojos enrojecidos de emoción; o cómo Jorge, su papá, escudado en la coraza del buen humor generalizado, disimulaba un poco esa procesión que iba por dentro.
Una procesión interna que él también estaba experimentando más allá de la alegría que sí le brotaba por todos los poros y que no hacía ningún esfuerzo por maquillar. Y así llegó la hora de los postres. Y del tradicional video proyectado en la pantalla gigante del salón, con imágenes de la infancia, de la adolescencia… Con fotos de los seres más queridos… Por supuesto, también de los que ya no están físicamente. El típico nudo en la garganta se le hizo más de una vez. Pero las lágrimas, orgullosas, se rehusaron a salir de su refugio y correr libremente por su piel morena.
Con la excelente animación del tío solterón (un clásico de toda familia) de la esposa, lo que continuó fue la colecta (mitad en broma, mitad en serio) para la luna de miel. Y las palabras de los invitados más osados, que intentaban explicar lo que sentían en esos momentos, que resumían su relación con la pareja o que simplemente hablaban para no quedarse callados en ese instante tan trascendental. Las alocuciones se sucedían y su nudo en la garganta, se intensificaba hasta los niveles más insoportables.
De pronto tomó el micrófono Carlos, su compañero de trabajo en la marmolería de General Roca. Un compañero que el tiempo, fue transformando en ese amigo de los incondicionales. Con la voz absolutamente quebrada, trató de hilvanar alguna frase: “Quiero agradecerte porque vos estuviste conmigo en un momento muy difícil de mi vida…”, balbuceó Carlos.
Y esa, sí… Fue la gota que rebasó el vaso. Matías no aguantó más. Como un resorte saltó de la silla en la que había permanecido y corrió a confundirse en un largo y fuerte abrazo. El llanto afloró sin temores, el desahogo llegó sanamente, liberando la angustia contenida y contagiando a toda la concurrencia. Risas y lágrimas se entremezclaron en similares proporciones.
Nuevamente en la parte externa, los juegos, la pileta y la mesa dulce sirvieron para distender. Los tacos le dejaban su lugar a las ojotas y las camisas, a las musculosas. Los más jóvenes se tiraban a la pileta, se refrescaban y volvían. El pastor Ricardo jugaba con agua y terminaba empapado, a la par de los más chicos. Una bombita de carnaval volaba desde un punto lejano, impactando a milímetros de la torta de bodas. Pero a nadie parecía importarle. Todo formaba parte de esa gran tarde repleta de felicidad. La emoción, no obstante, seguía sobrevolando…
Cuando el epílogo de los festejos se aproximaba, Matías se acercó a Inés, la abuela materna, la que junto con su marido Moisés, compartieron toda su crianza. Al oído le susurró: “El abuelo está contento”. El había fallecido algunos años atrás; Matías, sabía que pese a su desaparición física, se hallaba presente en ese momento. Ella, de enorme fortaleza a partir de su fe cristiana, y que pese a sus problemas de salud no dudó en recorrer 800 kilómetros para estar al lado de su nieto, estalló, conmovida.
También fue demasiado para mí, que fui testigo del diálogo. Y esas lágrimas que se resistían a salir, finalmente se precipitaron mejillas abajo. En el mismo día, decidí escribir estas líneas.
(La única relación de esta columna con el futsal, es que Matías –mi sobrino- alguna vez me preguntó de qué se trataba esta actividad. Nada más. De todas maneras, decidí tomarme esta pequeña licencia y publicar el texto para retribuirles a él y su esposa Evangelina, sólo algo de lo que nos brindaron ese día. A mi familia, quiero decirle que la amo. A los lectores, sepan disculpar las molestias).
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