A Pablo Wildau ahora también se le da por escribir otras cosas, más allá de lo que sucede en nuestra actividad. Y como es el director, no nos queda
alternativa que publicárselas...
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Julián escuchó otra vez una de las enésimas variantes del diálogo que
un nene de unos seis años mantenía con su padre. “Papi, ¿terminaron las
vacaciones?”. Julián se recostó en su asiento y, resignado, siguió
esperando que la marcha del micro que se dirigía rumbo a Retiro,
incrementara su velocidad, aunque más no fuera un poco.
Del lado opuesto del pasillo, la ternura del nene , contrastaba con
el repiquetear constante de una conversación que consaiguió sacarle una
cuota de fastidio. Pero -dedujo- ni el chico ni el padre eran
responsables. Más bien, de haber culpables, la demora de ese ómnibus que
regresaba de la costa en pleno recambio turístico, era el más
significativo. Julián miró por la ventanilla. Un cartel lo puso de
mejor humor. Sólo cien kilómetros faltaban para materse en una Capital
porteña asolada por un calor que días atrás había trepado a los 41
grados de sensación térmica.
Julián intentó recluirse en sus pensamientos. Fue consciente
entonces, que varías cosas cambiarían en su vida. O, mejor dicho, eran
cosas que volverían a la «normalidad». Ya no se despertaría más con el
ruido del mar en sus oídos, sino con el rugido del 168 que cada diez
minutos atraviesa el frente de su casa. Tampoco se dormiría arrullado
por el silencio de la noche costera, sino tratando de conciliar el sueño
procurando ignorar el estruendo provocado por deliverys y camiones de
basura.
Si lo lograba, con suerte no se despertaría súbitamente cuando sonara
la alarma del auto que duerme cerca de su ventana; alarma híper
sensible que tiene a maltraer a la cuadra entera. La brisa fresca del
mar ya no estaría. Pero sí volvería la pesadez de un aire cálido,
impregnado en los olores de los camiones que pasan por su puerta y
vuelcan la basura en la planta del Ceamse.
Nada de levantarse cuando se le antojara. El despertador volvería a
ser el mandamás en un hogar que pronto se sumergiría en la tiranía de
horarios impostergables del trabajo y la escuela. Donde también se
sumergiría, sería en las preocupaciones propias de un país repleto de
incertidumbre, con sueldos que -como decía algún sabiondo cuyo nombre no
recordaba- suben por la escalera y precios que lo hacen por el
ascensor.
Y lamentablemente no podía descartarse un corte de luz que lo dejara a la deriva en medio de la ola de calor más pavorosa.
Cuando Julián pensó en todo eso, tuvo ganas de depositar la atención
en el niño, que ahora estaba entretenido jugando a los soldaditos en su
asiento. Miró para afuera nuevamente, comprobando que la Capital ya
estaba cerca. Se sorprendió, no obstante, con ciertas cosas. En la ruta,
muchos carteles seguían haciendo referencia a la obras viales de la
Gobernación de Daniel Scioli, que ya hacía dos meses que había dejado su
gestión; además había publicidad de comercios y restaurantes del centro
porteño, como la famosa pizzería Güerrín. Pasando La Plata comenzó a
prestar atención a los profundos contrastes de nuestra sociedad. Casi
encima de la ruta, las villas miseria -algunas sorprendentemente
grandes- parecían no detener su avance. Cuando al fin terminaba una, la
opulencia de un barrio privado devolvía la imagen de un mundo
distorsionado. «¿Por qué algunos nada y otros tanto?» se preguntó
Julián. En su mente no hubo respuestas claras. Enseguida, un sinfín de
camisetas rojas y blancas capturó su atención. Eran hinchas de
Estudiantes, que en una larguísima caravana, viajaban hacia la cancha de
Quilmes. «A ellos sí que no les importa nada», se dijo Julián,
concluyendo cómo la pasión por el fútbol, a veces equilibra tanto
desnivel social. Su mirada se posó en un autazo último modelo y
simultáneamente, en un destartalado colectivo fuera de línea. Ambos
vehículos tenían algo en común: en su interior viajaba gente
enfervorizada, muchos de ellos, enfundados en las casacas, gorros e
insignias albirrojas del Pincha.
Ya en ámbito capitalino, unos versos inconfundibles sobrevolaron su
memoria: «Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver…». La idea
de regresar al barrio no le resultó a Julián tan negativa como hacía
un par de horas. Pensó en lo que quedaba atrás. Se dio cuenta que no iba
a extrañar la insoportable rutina de ponerse protector solar, hasta en
las uñas de los pies, dos veces al día y multiplicado por todos los
integrantes del clan familiar, que incluía hijos pequeños.
No le atraía la idea de ir a la playa, ya sin nada novedoso para
hacer; mucho menos los caprichos de los críos, al ver al heladero, al
churrero, al vendedor de lentes o a cualquiera que pasara vendiendo sus
mercancías; y ni que hablar del fastidio de los días lluviosos, en los
que es “obligatorio” deambular por la zona céntrica, esquivando autos y
gambeteando miles de veraneantes que salen a dar la vuelta del perro y
gastan dinero no contemplado en el limitado presupuesto.
No, en definitiva, no lo iba a extrañar. En Buenos Aires lo aguardaba
lo de siempre. Pero se dio cuenta que eso, justamente, era lo que lo
hacía dichoso: una familia, un techo, un trabajo, amigos. Todo lo que
Dios le había dado.
El micro finalmente, llegó a Retiro. El nene siguió hablando hasta el
último instante antes de bajar. Luego, Julián lo perdió de vista. Media
hora más tarde, un taxi lo depositaba en el barrio. Entonces
redescubrió el encanto de esas calles, a las que volvía a ver después de
varias semanas. Se había hecho de noche. Julián tuvo hambre. Se bajó en
Lacroze y Conde. Entró a San Antonio. Pidió tres porciones de
muzzarella y un porrón. Y fue feliz.
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